A mi abuelo
Tengo mi casa, los días, un perro altanero,
tengo la tierra que sangra con hambre insaciada,
tengo el milagro del sueño en cualquier madrugada,
tengo pasado y añoro los días que fueron.
Tengo la guerra clavada en el pecho con fuego,
tengo recuerdos que muerden el alma callada,
tengo mi vida y no muere, ni vive, ni nada,
tengo la Parca esperando a que juegue su juego.
Tengo los años prestados mas ya no los quiero,
no me hace falta la vida que un día me dieron
y juro a dios por mi alma y ante él lo mantengo.
Tengo mi casa, los días, un perro altanero,
tengo pasado y añoro los días que fueron.
Tengo de todo, y a Ella..., ¿por qué no la tengo?
jueves, 27 de mayo de 2010
A Roberto
Sé que, como siempre, llego tarde
y para nada ya te sirven mis canciones,
mas concédeme el derecho a equivocarme,
no he encontrado otra manera para hablarte,
tú ya sabes que no entiendo de oraciones.
Sé que habrás colgado tu mochila en cualquier árbol
y que a tus botas les has dado vacaciones,
que has clavado tus plumas en lo alto,
por dejarle bien claro a los de abajo
que fuiste un maricón con dos cojones.
Sé que habrás pintado el cielo de colores
y que has guardado algunas flores para el invierno
y para meter a los de arriba en tentaciones
me imagino que andarás con intenciones
de organizar hasta excursiones al infierno.
Sé que sabrás que no te echo de menos
no me conformo con tener que recordarte
y si añorarte es asumir que te he perdido,
prefiero no añorarte, he decidido
sentarme en el camino y esperarte.
Bueno, Roberto, nada más,
que aunque tengo mucho que contarte,
si empiezo, no paro de hablar.
Y si estás donde creo que estás,
dile a ese que todo lo sabe
que otra vez se ha vuelto a equivocar.
y para nada ya te sirven mis canciones,
mas concédeme el derecho a equivocarme,
no he encontrado otra manera para hablarte,
tú ya sabes que no entiendo de oraciones.
Sé que habrás colgado tu mochila en cualquier árbol
y que a tus botas les has dado vacaciones,
que has clavado tus plumas en lo alto,
por dejarle bien claro a los de abajo
que fuiste un maricón con dos cojones.
Sé que habrás pintado el cielo de colores
y que has guardado algunas flores para el invierno
y para meter a los de arriba en tentaciones
me imagino que andarás con intenciones
de organizar hasta excursiones al infierno.
Sé que sabrás que no te echo de menos
no me conformo con tener que recordarte
y si añorarte es asumir que te he perdido,
prefiero no añorarte, he decidido
sentarme en el camino y esperarte.
Bueno, Roberto, nada más,
que aunque tengo mucho que contarte,
si empiezo, no paro de hablar.
Y si estás donde creo que estás,
dile a ese que todo lo sabe
que otra vez se ha vuelto a equivocar.
... lo mucho que tuvimos
Y quedaremos
de nuevo
nosotros
y nuestros sueños.
Nos abrazaremos
tan fuerte a la
rosa
que sus pétalos
ajados
alimentarán
nuestras penas.
Lloraremos entonces
por los sueños
y las rosas,
por el abrazo
que mató
lo poco que
somos,
lo mucho que
tuvimos.
de nuevo
nosotros
y nuestros sueños.
Nos abrazaremos
tan fuerte a la
rosa
que sus pétalos
ajados
alimentarán
nuestras penas.
Lloraremos entonces
por los sueños
y las rosas,
por el abrazo
que mató
lo poco que
somos,
lo mucho que
tuvimos.
Poemilla de la viuda desesperada
Espero se haga cargo del asunto
usted sabrá entender lo que le pido,
no tengo más remedio pues barrunto
que de ésta no encuentro yo marido.
Le juro San Antón, que mi difunto
no ha dicho ni palabra, ni ha impedido
que yo busque un maromo que en conjunto,
me venga completito y bien surtido.
Entiéndame, santón, que de pecados
no he olido en veinte años ni veniales.
Acógeme en tu seno este recado
o empiezo a reventar por todos lados
lanzándome a pecados capitales.
No diga usted que no le he avisado.
usted sabrá entender lo que le pido,
no tengo más remedio pues barrunto
que de ésta no encuentro yo marido.
Le juro San Antón, que mi difunto
no ha dicho ni palabra, ni ha impedido
que yo busque un maromo que en conjunto,
me venga completito y bien surtido.
Entiéndame, santón, que de pecados
no he olido en veinte años ni veniales.
Acógeme en tu seno este recado
o empiezo a reventar por todos lados
lanzándome a pecados capitales.
No diga usted que no le he avisado.
jueves, 13 de mayo de 2010
Deseo
Sigo pretendiendo
acariciar cada noche la luna
y vaciarme en ti
esta noche me siento cansado
y prefiero morir a tu lado
y romperme en ti.
Voy a dar un paseo por tu cuerpo
a llenar los rincones de tu alma
a empaparme de ti.
Duérmete mi reina
que está el deseo en la ventana
esperando por ti,
y el deseo es un buen aliado
para tratar de besar el pecado
que se oculta en ti.
Beberemos el tiempo que falta
gota a gota en busca del alba
que me hable de ti.
Esta noche se la robaremos
a la noche que nunca tuvimos
si es preciso morir, moriremos.
Y mañana juntos contaremos
los pecados que hoy cometimos
si es que no tienen fin..., ya veremos.
acariciar cada noche la luna
y vaciarme en ti
esta noche me siento cansado
y prefiero morir a tu lado
y romperme en ti.
Voy a dar un paseo por tu cuerpo
a llenar los rincones de tu alma
a empaparme de ti.
Duérmete mi reina
que está el deseo en la ventana
esperando por ti,
y el deseo es un buen aliado
para tratar de besar el pecado
que se oculta en ti.
Beberemos el tiempo que falta
gota a gota en busca del alba
que me hable de ti.
Esta noche se la robaremos
a la noche que nunca tuvimos
si es preciso morir, moriremos.
Y mañana juntos contaremos
los pecados que hoy cometimos
si es que no tienen fin..., ya veremos.
domingo, 9 de mayo de 2010
Lluvia
Las horas se consumen lentamente, pintando cada segundo con el amarillento color de los recuerdos. La tarde es perfecta para escribir y, sin embargo, no encuentro con qué destrozar el folio en blanco. Afuera está lloviendo, tanto que se diría que ésta será la última vez que el cielo se abra para nosotros. Mis ojos se pierden tras el tupido pelaje de la lluvia, buscando entre los charcos la primera palabra que ha de escupir mi despostillada pluma. Millones de gotas golpean sordamente el cristal dibujando húmedas figuras cristalinas, como invitándome a dejarlas entrar. Reprimo el primer impulso de abrir la ventana, aunque, por un segundo, tuve la extraña necesidad de sentir la lluvia en mi vieja cara. Pero, a cierta edad, uno no puede permitirse ni siquiera que la lluvia invernal le empape un poco el alma. No me duelen los años por muchos, sino por ladrones; y es que cuando uno empieza a saber vivir, el tiempo te quita todo aquello que te presta la vida.
Por un momento, aparto los ojos de la ventana y me pongo a escudriñar nerviosamente el interior de mi escritorio, como si la sequía de ideas escondiera la solución allí dentro. Me doy cuenta de que nunca hasta entonces había reparado en los pequeños pedazos de historia que guardo en este viejo mueble. La vieja carpeta de las fotos, que siempre estuvo ahí, con el pasado congelado en pedazos de papel, como un testimonio de que el tiempo ha pasado implacablemente. No sé cuántos paquetes de tabaco vacíos habrá; alcanzo a ver algunos, pero no los cuento. Me gusta pensar que fumo poco y huyo de cada evidencia que me demuestra lo contrario. Encuentro también aquellas pequeñas láminas de pintores famosos que un periódico regalaba con la compra del dominical hace muchos años. Tienen un gran valor, porque el dinero que me gasté en ellas, no me sobraba precisamente y pude haberlo aprovechado para alguna otra cosa de regocijo más inmediato. Bajo las láminas, montones de papel viejo, con viejas palabras: aquellos primeros pasos en el pasatiempo traicionero de la escritura: composiciones breves, de corte cursi y zalamero, que nunca fui capaz de tirar, a pesar de que, como alguien dijera, el mejor mueble de escritor es la papelera. Bolígrafos, lápices, un par de cintas de casette sin título ni referencia; servilletas de papel raído con frasecitas que mis amigos apuntaban en la época del litro de vino y las divagaciones filosóficas en la barra del bar. Yo siempre me quedé con ellas para analizarlas con más lucidez, por ver si en esos trozos de papel alguien se dejaba algo más que un pensamiento bañado en alcohol. En una esquina, viejas postales de mi buen amigo José, que se perdió un año de su vida en Londres, haciendo del exilio un arte de supervivencia. Lazos rojos, verdes, azules..., con los que te apuñalan por la espalda en las plazas de cualquier ciudad, a cambio de una firma y los correspondientes veinte duros para la causa. Recortes de prensa, mecheros usados, un par de bolas chinas, números atrasados del año de la pera de la revista de mi facultad. Libros, un pequeño ajedrez magnético, un búho de madera... Miles de cosas y de historias y, entre todas ellas, sólo ésta última me hace rebuscar en el pasado: un pequeño búho de la suerte, de esos pintados a mano, que ni parecen búhos ni nada. Hago memoria y sólo entonces, empiezo a escribir. Dice así:
1953. Salamanca, con su Octubre de juguete, abre las puertas a sus recurrentes alumnos. Llevo aquí dos semanas, estudiando como un loco las cuatro tonterías que te dan en la facultad los primeros días. Pero el miedo es mucho, porque en el bachiller te acongojan con la universidad (incluso sería más apropiado el verbo "acojonar"; elegirán conforme gusten). Acabo de comer una ración de una sopa pelada y dos torreznos. Me dispongo a pegarme otro chapuzón entre los libros, cuando llaman a la puerta. Antes de abrir le echo un ojo a la mirilla, porque nunca se sabe. Al otro lado hay una mujer de unos veinticinco años, no muy bien vestida. Está de perfil, con la mirada fija en el suelo como escuchando atentamente. De alguna forma, sabe que la estoy mirando. Su pelo negro cae tímidamente sobre la mejilla, cubierto en parte por un gorro de lana de colores. No puedo verla por completo, pero la adivino bella; no sólo físicamente, entiéndanme, hay algo más. Abro la puerta. Entonces alza la vista y me mira un segundo. Hermosos ojos —pienso—. Me dedica una amplia sonrisa y saluda:
— ¡Buenas! Me preguntaba si usted podría dar a esta pobre mujer que no tiene qué llevarse a la boca, veinte mil durillos para salir del paso.
— ¿Cómo? —pregunté, no sin asombro.
— Sí, ya sabe. Cien mil pesetas... —agregó como si fuera algo de lo más normal presentarse en una casa a pedir tal cantidad de dinero. Seguía manteniendo aquella sonrisa generosa, pero no parecía forzada, sino sincera. No me había equivocado, era bella. Debí permanecer unos segundos mirándola embelesado, porque me dio una palmada en la cara.
— ¡Despeje! —me increpó. —¿Está usted ahí?
— ¿Eh? ¡Perdón! A ver..., sí: el dinero. ¿No le parecen demasiado cien mil pesetas? Pregunta tonta, pensé.
— Bueno, me solucionarían el pan de varios meses.
— Ya pero a mí también.
— Sí, claro.
— Es que, bueno..., ¿cómo pide usted tanto dinero?
— Verá. Una se cansa de pedir siempre lo mínimo; y hoy no he sacado nada. Imagínese que usted tiene cien mil pesetas de sobra y vengo a pedir a su puerta unas míseras rubias. ¡Hay que probar suerte, hombre! —dijo alegremente.
— Ya, pero, éste no es el caso. Yo me voy a ver mal para llegar a fin de mes.
— ¿No estará insinuando que le deje dinero?
— ¿Eh? ¿Cómo dice?
— Era broma. ¡Como se ponía usted tan dramático...!
— No es drama, es realidad.
— Pues ya me quedaba yo un ratito en su realidad, como usted la llama.
— No entiendo.
— Sí, hombre, esa cruda realidad de tener que llegar a fin de mes. Yo no sé aún como llegar al final del día.
— No pretendía...
— No importa —y desplegó de nuevo su maravillosa sonrisa—. Cada uno mide el tiempo como quiere. Yo en días, usted en meses, otros en años... ¿Qué hay de los veinte mil duros?
— Lo siento, me va a ser imposible.
— Ya veo, ¿y algo menos? ¿Qué le parecen dos duritos?
— Tres llevo en la cartera para toda la semana y...
— ¿Lo ve? —me interrumpió—, siga así y acabará midiendo el tiempo en días, ¿Seguro que no quiere que le deje algo?
— No, es cierto. Ya me gustaría a mí darle los tres duros,
— Pues démelos, si tanto le gustaría hacerlo. No voy ir yo en contra de sus deseos.
— No, no era eso. Entiéndame... —contesté azorado.
— Está bien, está bien... ¿Qué hacía?
— ¿Perdón?
— Que qué hacía antes de que yo apareciera.
— Iba a estudiar.
— ¿A primeros de Octubre? Queda mucho para los exámenes, ¿no le parece?
— Sí, bueno..., pero hay cosas que hay que llevarlas día a día...
— La comida, por ejemplo —volvió a interrumpir—, esa sí que hay que llevarla al día. ¿Lo ve? Ya medimos el tiempo igual.
— Supongo que sí. Esto..., bueno..., ¿quiere usted pasar y tomar un café caliente? —pregunté bastante nervioso—. ¿Quiere comer algo...?
— Se lo agradezco, pero no suelo entrar en casa de nadie. No se ofenda, pero me da miedo acostumbrarme a tener un techo, aunque sea un rato.
— Si quiere —titubeé— lo podemos tomar en una cafetería.
— ¿Está seguro? ¿No sería demasiado explotar su economía semanal?
— Deje eso ya, por favor.
— Está bien. Le cambio una taza de café, por una tarde de lluvia.
— ¡Pero si no llueve!
— Pero lloverá. Las nubes lo decían esta mañana.
Cogí el abrigo y nos lanzamos calle abajo en busca de una cafetería. La tarde tenía un color gris arrogante, pero no amenazaba con llover. María, que así se llamaba la joven que me arrancó de la mesa de estudio, me comentó algunas de las vicisitudes de su vida diaria por el camino. Entramos en un bar de la avenida de Italia y nos sentamos en una mesa junto a la ventana. En la calle, la gente pasaba como una exhalación. En el bar no había más que unos abuelos jugando al tute. Maria arrancó con su historia, que era como la de muchos otros. Había venido a Salamanca con diecisiete años y, tras perder varios empleos, acabó pidiendo en la calle. Dormía cada noche en el centro de acogida de María Auxiliadora. Nunca quiso volver, porque, según ella misma dijo, prefería la incertidumbre del día a día, a la certeza de tener que aguantar a su padre. No hice preguntas.
La primera gota golpeó el cristal, junto encima de María, que rió entusiasmada. Pronto la calle empezó a llenarse de paraguas y gente que corría apresurada.
— ¡Vamos! —me dijo agarrándome del brazo. ¡Vamos a mojarnos!
Sin pensarlo siquiera, salí tras ella. Llovía intensamente y pronto estuvimos empapados. A los cinco minutos ya no buscábamos el refugio de los balcones. María tiraba de mí.
— ¡Venga, hombre! ¿No te gusta? No hay nada mejor que un poco de lluvia para empapar el alma de buenos deseos. —Dime, ¿qué sientes?
— No sé —contesté—. Tengo frío.
— Es la primera impresión. Luego pasará.
— ¿Adónde vamos?
— Da igual. Sólo caminaremos hasta que deje de llover. La lluvia es buena, ¿sabes?
— Bueno, no sé —balbuceé.
— Sí, amigo. La lluvia cae y no mira dónde lo hace. Te moja a ti, con tus tres duros en el bolsillo, a mí, a esa señora con pinta de tener mucha prisa..., a todos. Sí, hombre, llueve para todos. A los que viven como yo, no les suele gustar. Cuando llueve, no tienen dónde ir y se sienten muy desdichados. Pero a mí no me importa. Yo elegí vivir así y disfruto de cada rayo de sol, de cada claro de luna... Pero la lluvia me gusta más que nada en este mundo. ¿Sabes? Nadie puede ir a una tienda y comprarse un poco de lluvia; eso demuestra que el dinero no lo es todo. Es un regalo que no sirve para nada. Sólo un poco de agua que viene del cielo, amigo; eso es todo. Disfruta de este momento, porque pronto la lluvia no será para ti más que algo muy molesto en las tardes otoñales. Mira al cielo. Que tu cara sienta cada gota. Siéntete pequeño, rico, pobre, feliz de serlo en este mar de gotas de lluvia. Y cuando mañana amanezca, añorarás la tarde anterior y no desearás otra cosa en el mundo más que vuelva a llover; no mañana, ni dentro de una semana, ni de un mes..., la lluvia no avisa y tendrás que estar preparado, si no quieres perderte esta sensación de libertad.
La lluvia es como la vida, amigo. Llega sin anunciarse, la ves tras el cristal. Luego quieres descubrirla, tocarla, empaparte, hacerle preguntas... Y un buen día descubres que ya no te atreves a permanecer un segundo bajo ella; ni siquiera permites que una sola gota llegue a rozar tu abrigo nuevo. Y al final, terminas por consolarte recordando su tacto, al abrigo del calor de tu casa. Fuera, cada gota te busca golpeando dulcemente tu ventana con una melodiosa armonía, invitándote a salir... Pero ya es tarde. Jamás nadie abre sus ventanas a la lluvia y, sin embargo, la lluvia no se cansa. Yo, amigo mío, la perseguiré allá dónde vaya, porque es mi único tesoro...
No pude decir nada. La lluvia cesó lentamente. La noche cayó ahogando un grito en el horizonte. María guardó silencio hasta la puerta de mi casa.
— Toma —me dijo al fin, alargando su mano—. Es un búho de madera. Es muy feo, pero no tengo otra cosa que ofrecerte. Lo encontré hace dos semanas, en una tarde de lluvia como ésta.
— Gracias —y metí la mano en el bolsillo—. Quiero darte dos duros para..
— Gracias —me cortó—, pero no podría. Es mejor que no lo estropees. La lluvia, como digo, no tiene precio; podrías haber salido sólo a la calle. Déjalo. Ya nos veremos. ¿Me buscarás alguna tarde en el centro de acogida?
— Lo prometo —dije solemnemente.
— Bien, pues nada. Adiós.
Me besó en la mejilla y se fue.
La busqué varias veces en el centro, pero nunca di con ella. El tiempo pasó, la lluvia siguió cayendo y no volví a verla. Seguramente la olvidé.
Ahora estoy viejo. Llevo mucho tiempo con el pequeño búho entre mis manos. Afuera la lluvia sigue cayendo pesadamente. Alguien cruza la calle. Se para y, lentamente, levanta su rostro al cielo. Luego se aleja calle arriba hasta que sólo consigo distinguir, a lo lejos, los vistosos colores de un viejo gorro de lana. Abro la ventana para llamarla. Las gotas golpean furiosas mi vieja cara... Es demasiado tarde. Siempre es demasiado tarde. Cae la tarde y yo sigo en la ventana abierta. La lluvia pinta lágrimas en mi rostro que se confunden con las mías.
Por un momento, aparto los ojos de la ventana y me pongo a escudriñar nerviosamente el interior de mi escritorio, como si la sequía de ideas escondiera la solución allí dentro. Me doy cuenta de que nunca hasta entonces había reparado en los pequeños pedazos de historia que guardo en este viejo mueble. La vieja carpeta de las fotos, que siempre estuvo ahí, con el pasado congelado en pedazos de papel, como un testimonio de que el tiempo ha pasado implacablemente. No sé cuántos paquetes de tabaco vacíos habrá; alcanzo a ver algunos, pero no los cuento. Me gusta pensar que fumo poco y huyo de cada evidencia que me demuestra lo contrario. Encuentro también aquellas pequeñas láminas de pintores famosos que un periódico regalaba con la compra del dominical hace muchos años. Tienen un gran valor, porque el dinero que me gasté en ellas, no me sobraba precisamente y pude haberlo aprovechado para alguna otra cosa de regocijo más inmediato. Bajo las láminas, montones de papel viejo, con viejas palabras: aquellos primeros pasos en el pasatiempo traicionero de la escritura: composiciones breves, de corte cursi y zalamero, que nunca fui capaz de tirar, a pesar de que, como alguien dijera, el mejor mueble de escritor es la papelera. Bolígrafos, lápices, un par de cintas de casette sin título ni referencia; servilletas de papel raído con frasecitas que mis amigos apuntaban en la época del litro de vino y las divagaciones filosóficas en la barra del bar. Yo siempre me quedé con ellas para analizarlas con más lucidez, por ver si en esos trozos de papel alguien se dejaba algo más que un pensamiento bañado en alcohol. En una esquina, viejas postales de mi buen amigo José, que se perdió un año de su vida en Londres, haciendo del exilio un arte de supervivencia. Lazos rojos, verdes, azules..., con los que te apuñalan por la espalda en las plazas de cualquier ciudad, a cambio de una firma y los correspondientes veinte duros para la causa. Recortes de prensa, mecheros usados, un par de bolas chinas, números atrasados del año de la pera de la revista de mi facultad. Libros, un pequeño ajedrez magnético, un búho de madera... Miles de cosas y de historias y, entre todas ellas, sólo ésta última me hace rebuscar en el pasado: un pequeño búho de la suerte, de esos pintados a mano, que ni parecen búhos ni nada. Hago memoria y sólo entonces, empiezo a escribir. Dice así:
1953. Salamanca, con su Octubre de juguete, abre las puertas a sus recurrentes alumnos. Llevo aquí dos semanas, estudiando como un loco las cuatro tonterías que te dan en la facultad los primeros días. Pero el miedo es mucho, porque en el bachiller te acongojan con la universidad (incluso sería más apropiado el verbo "acojonar"; elegirán conforme gusten). Acabo de comer una ración de una sopa pelada y dos torreznos. Me dispongo a pegarme otro chapuzón entre los libros, cuando llaman a la puerta. Antes de abrir le echo un ojo a la mirilla, porque nunca se sabe. Al otro lado hay una mujer de unos veinticinco años, no muy bien vestida. Está de perfil, con la mirada fija en el suelo como escuchando atentamente. De alguna forma, sabe que la estoy mirando. Su pelo negro cae tímidamente sobre la mejilla, cubierto en parte por un gorro de lana de colores. No puedo verla por completo, pero la adivino bella; no sólo físicamente, entiéndanme, hay algo más. Abro la puerta. Entonces alza la vista y me mira un segundo. Hermosos ojos —pienso—. Me dedica una amplia sonrisa y saluda:
— ¡Buenas! Me preguntaba si usted podría dar a esta pobre mujer que no tiene qué llevarse a la boca, veinte mil durillos para salir del paso.
— ¿Cómo? —pregunté, no sin asombro.
— Sí, ya sabe. Cien mil pesetas... —agregó como si fuera algo de lo más normal presentarse en una casa a pedir tal cantidad de dinero. Seguía manteniendo aquella sonrisa generosa, pero no parecía forzada, sino sincera. No me había equivocado, era bella. Debí permanecer unos segundos mirándola embelesado, porque me dio una palmada en la cara.
— ¡Despeje! —me increpó. —¿Está usted ahí?
— ¿Eh? ¡Perdón! A ver..., sí: el dinero. ¿No le parecen demasiado cien mil pesetas? Pregunta tonta, pensé.
— Bueno, me solucionarían el pan de varios meses.
— Ya pero a mí también.
— Sí, claro.
— Es que, bueno..., ¿cómo pide usted tanto dinero?
— Verá. Una se cansa de pedir siempre lo mínimo; y hoy no he sacado nada. Imagínese que usted tiene cien mil pesetas de sobra y vengo a pedir a su puerta unas míseras rubias. ¡Hay que probar suerte, hombre! —dijo alegremente.
— Ya, pero, éste no es el caso. Yo me voy a ver mal para llegar a fin de mes.
— ¿No estará insinuando que le deje dinero?
— ¿Eh? ¿Cómo dice?
— Era broma. ¡Como se ponía usted tan dramático...!
— No es drama, es realidad.
— Pues ya me quedaba yo un ratito en su realidad, como usted la llama.
— No entiendo.
— Sí, hombre, esa cruda realidad de tener que llegar a fin de mes. Yo no sé aún como llegar al final del día.
— No pretendía...
— No importa —y desplegó de nuevo su maravillosa sonrisa—. Cada uno mide el tiempo como quiere. Yo en días, usted en meses, otros en años... ¿Qué hay de los veinte mil duros?
— Lo siento, me va a ser imposible.
— Ya veo, ¿y algo menos? ¿Qué le parecen dos duritos?
— Tres llevo en la cartera para toda la semana y...
— ¿Lo ve? —me interrumpió—, siga así y acabará midiendo el tiempo en días, ¿Seguro que no quiere que le deje algo?
— No, es cierto. Ya me gustaría a mí darle los tres duros,
— Pues démelos, si tanto le gustaría hacerlo. No voy ir yo en contra de sus deseos.
— No, no era eso. Entiéndame... —contesté azorado.
— Está bien, está bien... ¿Qué hacía?
— ¿Perdón?
— Que qué hacía antes de que yo apareciera.
— Iba a estudiar.
— ¿A primeros de Octubre? Queda mucho para los exámenes, ¿no le parece?
— Sí, bueno..., pero hay cosas que hay que llevarlas día a día...
— La comida, por ejemplo —volvió a interrumpir—, esa sí que hay que llevarla al día. ¿Lo ve? Ya medimos el tiempo igual.
— Supongo que sí. Esto..., bueno..., ¿quiere usted pasar y tomar un café caliente? —pregunté bastante nervioso—. ¿Quiere comer algo...?
— Se lo agradezco, pero no suelo entrar en casa de nadie. No se ofenda, pero me da miedo acostumbrarme a tener un techo, aunque sea un rato.
— Si quiere —titubeé— lo podemos tomar en una cafetería.
— ¿Está seguro? ¿No sería demasiado explotar su economía semanal?
— Deje eso ya, por favor.
— Está bien. Le cambio una taza de café, por una tarde de lluvia.
— ¡Pero si no llueve!
— Pero lloverá. Las nubes lo decían esta mañana.
Cogí el abrigo y nos lanzamos calle abajo en busca de una cafetería. La tarde tenía un color gris arrogante, pero no amenazaba con llover. María, que así se llamaba la joven que me arrancó de la mesa de estudio, me comentó algunas de las vicisitudes de su vida diaria por el camino. Entramos en un bar de la avenida de Italia y nos sentamos en una mesa junto a la ventana. En la calle, la gente pasaba como una exhalación. En el bar no había más que unos abuelos jugando al tute. Maria arrancó con su historia, que era como la de muchos otros. Había venido a Salamanca con diecisiete años y, tras perder varios empleos, acabó pidiendo en la calle. Dormía cada noche en el centro de acogida de María Auxiliadora. Nunca quiso volver, porque, según ella misma dijo, prefería la incertidumbre del día a día, a la certeza de tener que aguantar a su padre. No hice preguntas.
La primera gota golpeó el cristal, junto encima de María, que rió entusiasmada. Pronto la calle empezó a llenarse de paraguas y gente que corría apresurada.
— ¡Vamos! —me dijo agarrándome del brazo. ¡Vamos a mojarnos!
Sin pensarlo siquiera, salí tras ella. Llovía intensamente y pronto estuvimos empapados. A los cinco minutos ya no buscábamos el refugio de los balcones. María tiraba de mí.
— ¡Venga, hombre! ¿No te gusta? No hay nada mejor que un poco de lluvia para empapar el alma de buenos deseos. —Dime, ¿qué sientes?
— No sé —contesté—. Tengo frío.
— Es la primera impresión. Luego pasará.
— ¿Adónde vamos?
— Da igual. Sólo caminaremos hasta que deje de llover. La lluvia es buena, ¿sabes?
— Bueno, no sé —balbuceé.
— Sí, amigo. La lluvia cae y no mira dónde lo hace. Te moja a ti, con tus tres duros en el bolsillo, a mí, a esa señora con pinta de tener mucha prisa..., a todos. Sí, hombre, llueve para todos. A los que viven como yo, no les suele gustar. Cuando llueve, no tienen dónde ir y se sienten muy desdichados. Pero a mí no me importa. Yo elegí vivir así y disfruto de cada rayo de sol, de cada claro de luna... Pero la lluvia me gusta más que nada en este mundo. ¿Sabes? Nadie puede ir a una tienda y comprarse un poco de lluvia; eso demuestra que el dinero no lo es todo. Es un regalo que no sirve para nada. Sólo un poco de agua que viene del cielo, amigo; eso es todo. Disfruta de este momento, porque pronto la lluvia no será para ti más que algo muy molesto en las tardes otoñales. Mira al cielo. Que tu cara sienta cada gota. Siéntete pequeño, rico, pobre, feliz de serlo en este mar de gotas de lluvia. Y cuando mañana amanezca, añorarás la tarde anterior y no desearás otra cosa en el mundo más que vuelva a llover; no mañana, ni dentro de una semana, ni de un mes..., la lluvia no avisa y tendrás que estar preparado, si no quieres perderte esta sensación de libertad.
La lluvia es como la vida, amigo. Llega sin anunciarse, la ves tras el cristal. Luego quieres descubrirla, tocarla, empaparte, hacerle preguntas... Y un buen día descubres que ya no te atreves a permanecer un segundo bajo ella; ni siquiera permites que una sola gota llegue a rozar tu abrigo nuevo. Y al final, terminas por consolarte recordando su tacto, al abrigo del calor de tu casa. Fuera, cada gota te busca golpeando dulcemente tu ventana con una melodiosa armonía, invitándote a salir... Pero ya es tarde. Jamás nadie abre sus ventanas a la lluvia y, sin embargo, la lluvia no se cansa. Yo, amigo mío, la perseguiré allá dónde vaya, porque es mi único tesoro...
No pude decir nada. La lluvia cesó lentamente. La noche cayó ahogando un grito en el horizonte. María guardó silencio hasta la puerta de mi casa.
— Toma —me dijo al fin, alargando su mano—. Es un búho de madera. Es muy feo, pero no tengo otra cosa que ofrecerte. Lo encontré hace dos semanas, en una tarde de lluvia como ésta.
— Gracias —y metí la mano en el bolsillo—. Quiero darte dos duros para..
— Gracias —me cortó—, pero no podría. Es mejor que no lo estropees. La lluvia, como digo, no tiene precio; podrías haber salido sólo a la calle. Déjalo. Ya nos veremos. ¿Me buscarás alguna tarde en el centro de acogida?
— Lo prometo —dije solemnemente.
— Bien, pues nada. Adiós.
Me besó en la mejilla y se fue.
La busqué varias veces en el centro, pero nunca di con ella. El tiempo pasó, la lluvia siguió cayendo y no volví a verla. Seguramente la olvidé.
Ahora estoy viejo. Llevo mucho tiempo con el pequeño búho entre mis manos. Afuera la lluvia sigue cayendo pesadamente. Alguien cruza la calle. Se para y, lentamente, levanta su rostro al cielo. Luego se aleja calle arriba hasta que sólo consigo distinguir, a lo lejos, los vistosos colores de un viejo gorro de lana. Abro la ventana para llamarla. Las gotas golpean furiosas mi vieja cara... Es demasiado tarde. Siempre es demasiado tarde. Cae la tarde y yo sigo en la ventana abierta. La lluvia pinta lágrimas en mi rostro que se confunden con las mías.
lunes, 3 de mayo de 2010
No hay castigo peor que el desencuentro
o añorar los recuerdos no vividos
y morirse sin ser ni ser querido
atrapado en lo húmedo de un beso.
Ni tu quieres morir ni yo te mato
ni yo muero por ti (mal que me pese)
del circo del amor ya no me crecen
ni un triste corazón, ni los enanos.
El mundo está cansado de tequieros
la vida es una vieja sin reflejos
más cerca de tu amor está tu lejos
más lejos de vivir está mi muero.
Me asaltan a traición todos mis versos
me roba el corazón la primavera
lo malo de besar es lo que quema
lo malo de morir, son los recuerdos...
o añorar los recuerdos no vividos
y morirse sin ser ni ser querido
atrapado en lo húmedo de un beso.
Ni tu quieres morir ni yo te mato
ni yo muero por ti (mal que me pese)
del circo del amor ya no me crecen
ni un triste corazón, ni los enanos.
El mundo está cansado de tequieros
la vida es una vieja sin reflejos
más cerca de tu amor está tu lejos
más lejos de vivir está mi muero.
Me asaltan a traición todos mis versos
me roba el corazón la primavera
lo malo de besar es lo que quema
lo malo de morir, son los recuerdos...
Matar es fácil
“… atentado contra el alcalde de San Sebastián. El alcalde resultó herido leve… fallece un matrimonio y su hijo pequeño al explosionar esta mañana un coche bomba en San Sebastián. La policía…”
Matar es fácil. Es peor morir. Lógico. Quien muere ya no podrá matar, aunque el que mata siempre muere un poco. Sí, es peor morir. Uno no decide casi nunca cuándo y cómo morir. Matar es diferente..., matar es fácil. Sólo depende de uno o de unos pocos a lo sumo. Yo he matado. ¡Joder, no me arrepiento!, incluso me fastidia arrepentirme a veces un poco. ¿Que si se lo merecían? Pues claro que se lo merecían y yo me tomé la libertad de ser juez y verdugo de ese merecimiento. Me hubiera gustado explicarles mis motivos un minuto antes de quitarles la vida, pero me fue imposible planear con tanto detalle ese momento, no olviden que no dejo de ser un novato en esto de matar.
Todo empezó en Vitoria, mientras cursaba los estudios de Derecho. Yo soy de Lazkao desde siempre. Quiero decir que nací allí y me siento tan vasco como el que más y, que duda cabe, estoy orgulloso de serlo. Todo sucedió, como digo, en Vitoria. La idea me rondaba por la cabeza desde hace mucho tiempo, de otro modo jamás podría haber aprovechado aquel golpe de suerte. Como cualquier otro viernes noche, tomaba unas copas con mis amigos en la zona de marcha, la Cuchillería (siempre he pensado que éste era un nombre, cuando menos, curioso). El martes de esa semana, la guardia civil había cogido a dos etarras en un pueblo cercano a Grenoble. Cualquier vasco sabe que esto suponía que en ese fin de semana los jóvenes abertzales la montarían en la mayoría de las ciudades del País Vasco. No me pregunten por qué, pero el caso es que todos los disturbios se dejan siempre para el fin de semana. Nunca se protesta, por ejemplo, un lunes. Hay que tener tiempo libre para protestar.
Esa noche, en uno de los cambios de bar, nos encontramos con el tomate, que, en Vitoria, siempre se monta en esta zona. Había nacionales y beltxas por todos lados. Es fácil para ellos cerrar las siete salidas y aislar completamente la Cuchi del resto de la ciudad. Es como el juego del gato y el ratón pactado previamente: los unos saben que van a ser acorralados y aún así se dejan rodear; los otros saben que les están esperando y que la lucha será dura, pero tampoco pueden faltar a la cita.
En esta ocasión todo había empezado, para variar, con la quema de dos cajeros y algunos contenedores. Nosotros, como otras muchas veces, nos encontramos en medio de todo sin comerlo ni beberlo. De repente, en una calle cualquiera, aparecieron un grupo de jóvenes que escapaban de los belchas. Cuando esto sucede, no es buena opción intentar pasar desapercibido, ni poner cara de “yo pasaba por aquí”. Los polis no preguntan si vas o vienes; para ellos todos estamos escapando de algo. Otra vez nos tocó correr. En medio de la confusión perdí a mis amigos. Como en el peor de mis sueños, entre un montón de gente, parecía que los maderos sólo me veían a mí. Desfallecido, entré corriendo en un bar. Justo detrás de mí, entraron dos chicos. Dos segundos después, estábamos los tres en el servicio de caballeros. Menudo refugio –pensé–, es peor que esconderte del coco debajo de las sábanas cuando eres niño. Y, como era previsible, el coco llamó a la puerta. Los de dentro nos miramos con cara de tontos. No me había dado tiempo a preguntarles a aquellos dos si abríamos, cuando la puerta cedió y, sin mediar palabra, nos llovió la ensalada de palos del siglo. Joder, en un puto wáter, me están moliendo a leches en un puto váter –pensaba mientras me atizaban la penúltima. Después nos pusieron contra la barra, nos pidieron los carnés, los comprobaron y adiós muy buenas. Me acababan de romper la boca y lo único que me molestaba es que no me hubieran pedido antes el carné. A juzgar por sus miradas, para los clientes de aquel bar, éramos culpables... ¿Culpables de qué? Daba igual. Culpables, al fin y al cabo.
Mi padre decía que compartir palos y sangre une mucho. Y alguien dijo también que lo que embellece al desierto es que esconde un pozo en cualquier parte. En efecto, aquella tarde aciaga, albergaba el comienzo de mi sueño. Kai y Aitor, los dos del váter, se convirtieron desde entonces en compañeros inseparables. Aquella misma noche, mientras tomábamos unas cervezas, echaban veneno por la boca: que si la hertzaina, que si los belchas, que si los maderos, que si la libertad del pueblo vasco... Yo me esforcé para estar a la altura e incluso escupí dos o tres insultos de mi propia cosecha, que ni siquiera yo hubiera podido imaginar. Con dos copas y algún que otro moretón de más, hablamos de ideas revolucionarias, de reventar el sistema, de los hijoputas de Madrid, de las consignas independentistas... Ellos estaban encantados de haberme conocido, pese a las circunstancias. Uno más para la causa. Yo tenía la sensación, como así era, de estar dando el paso más importantes de mi vida.
Tan sólo cuatro meses después, ya conocía a toda la flor y nata de los jóvenes de HB de Vitoria. Activistas callejeros, militantes de pro, revolucionarios, columnistas por la independencia, grupos de acción organizada... La infraestructura y la logística eran increíbles, y los simpatizantes crecían por momentos. Kai y Aitor fueron mi salvoconducto y mis mentores. Encabezamos manifestaciones, escribímos artículos, quemábamos cajeros. Dedicábamos tanto tiempo a la lucha, que pronto dejé de ir a las clases de la facultad. Por entrega a la causa radikal, Kai y yo nos convertimos en la cabeza visible de todas las acciones juveniles. Pero yo no quería quedarme ahí. Quería evolucionar, salirme de la lucha de base y dedicarme a tareas de impacto más directo. Quería ascender en el escalafón, darlo todo por el País Vasco. Todo lo que hiciera falta, todo lo que fuera necesario. Me ofrecí a cuantos tenían peso específico dentro de la organización, pero no daba resultado. Kai y Aitor trataban de quitarme la idea de la cabeza. Ellos mismos no estarían dispuestos a dar ese paso llegado el momento. Ni siquiera conocían a nadie remotamente relacionado con los miembros de EtA. Eran las sombras y los mártires de la causa. Eran la mano invisible y la cabeza pensante. Pero mi sueño estaba en marcha y sólo era cuestión de tiempo.
Tras dos años y medio de trabajo en Vitoria, por fin llegó mi oportunidad. Una tarde, mientras leía el periódico en casa, un mensajero trajo una carta. Al abrirla lo primero que vi fue el anagrama de ETA, lo que me produjo una extraña satisfacción. La carta, escueta, rezaba así: “Día 27. Estación de Burdeos. Tren de las 7:30. Kai y tú. Quema la carta”. En el sobre, dos billetes de tren.
Kai temblaba de camino a Burdeos. No entendía por qué nos llamaban a nosotros y no quería entender para qué. Yo estaba feliz, pero acojonado. Nos apeamos en la estación de Burdeos, pero nadie nos esperaba. Kai estaba nervioso, muy nervioso. ¿Qué esperabas? –le dije–, ¿Banderitas y pancartas? Pasaron dos horas. Tomábamos un café en el bar de la estación, cuando alguien se acercó y nos dijo algo en francés. Vete a la mierda, subnormal –le espetó Kai. Buen carácter, me gusta. Te hará falta –dijo aquel tipo. No teníamos ni puñetera idea de quién era, pero nos fuimos con él.
Nos recibieron en un piso de la calle Paul Valéry, en un barrio residencial de la periferia. En el interior nos esperaban tres personas. Iker nos presentó: Leire, Javi y Txema. El corazón me saltaba dentro del pecho. A Leire y a Javi no los conocía, pero a Txema... Era uno de los grandes, un líder en toda regla. ¡Joder, y lo tenía justo enfrente! La verdad es que se parecía muy poco a la imagen que de él publicaba la policía española.
Tras las presentaciones, comenzó lo que podríamos calificar como una reunión informal. Todo muy rápido, muy fácil. Nos hablaron de comandos, operativos, informaciones, de la lucha. Yo no lo podía creer. Todo era demasiado sencillo. En tan sólo un día, había pasado de jugar a la guerra en Vitoria, a ser una de las piezas clave de la guerra, en mayúsculas. Un escalofrío recorrió mi cuerpo al pensar en que por el mero hecho de estar allí, me podían caer unos cuantos años de cárcel. Pero había sido precavido. Estaba limpio. De momento.
La pregunta final era sencilla. Se trataba de saber hasta dónde estábamos dispuestos a llegar y a qué estábamos dispuestos a renunciar. Mi determinación les asombró. Les hablé de mi motivación, de mi postura frente a los problemas del País Vasco, de mi sueño, de hacer algo grande. Les juré que no quería perder por nada del mundo aquella oportunidad.
Los días transcurrían bajo una especie de tensión tranquila. Todo era más lento de lo que había imaginado. Las acciones no son arrebatos del corazón, me explicó Txema, el método, la preparación, son fundamentales. Iker era una especie de enlace dentro de la organización, un viajero nato. Javi y Leire se habían especializado en acciones de seguimiento de objetivos, equipo del que entré a formar parte. Les sorprendería lo que podían llegar a saber de una persona en sólo dos semanas. En una de las tediosas noches de vigilancia, me declaré a Leire. Ella no se sorprendió demasiado. Creo que cuando el círculo de personas con las que te mueves es tan reducido y aséptico, es fácil saber quién puede llegar a ser tu pareja; no hay muchas más opciones.
Mi relación con Leire me ayudó a consolidarme dentro del equipo y a realizar paulatinamente tareas y misiones de mayor responsabilidad. No era habitual incluir nuevos miembros en los operativos, sin que al menos alguien te avalara. Leire contribuyó a rebajar la desconfianza inicial del grupo. Javi, por ejemplo, se había metido en la causa siguiendo a su hermano Txema, por el que sentía una profunda admiración. Iker y Leire eran primos y amigos de la infacia de Javi. Txema era el eslabón final de todas las operaciones, una especie de ejecutor. Era el único fichado por la policía. Se le atribuían más de cinco atentados, de los que se jactaba abiertamente: tiro en la nuca a dos concejales en Madrid y Barcelona, coche bomba contra el alcalde de San Sebastián, del que éste salió ileso (tres muertos: un matrimonio y su hijo de once años), asalto con granadas al cuartel de la Guardia Civil de Ernani... Yo le mostraba mi admiración abiertamente y le instaba para que me dejase participar en todas las fases de la siguiente acción. Era grande, mi sueño, mi objetivo...
Se acercaba el gran día. Leire, Javi y yo pasamos dos meses en Bilbao. Nuestro objetivo era un concejal. Conseguimos datos, fechas, lugares, recorridos. Era increible, lo estaba haciendo, estaba llegando al final. Sólo era cuestión de que Txema me dejara apretar el botón. Con la impagable ayuda de Leire, lo conseguí...
A las siete de la mañana del 16 de abril de 1991, salimos con el coche Txema, su hermano, Leire y yo. Para no levantar sospechas yo me bajaría en el Parque san Lázaro con el mando a distancia. Leire se encargaría de retirar un segundo coche que guardaba la plaza donde colocaríamos éste con los explosivos. Txema y Javi aparcarían y subirían en un tercer coche conducido por Kai. Para cuando empezaran a organizar los dispositivos policiales, ya habrían cruzado la frontera. Yo sólo tenía que caminar unas cuantas manzanas y esperar en un lugar seguro a que llegase el objetivo.
Llegamos a San Lázaro. Bajé del coché. Suerte –dijo Txema. El parque a esas horas estaba vació. Todo está pensado. El coche se marchó lentamente... Cuando llegó a la rotonda del parque, apreté el botón...
“Explosión de coche bomba en Bilbao. Tres etarras muertos. Un posible fallo en el detonador ha hecho explotar el coche en el que viajaban tres etarras ...”
... me hubiera gustado explicarles mis motivos un minuto antes de quitarles la vida. Contarles que mis padres y mi hermano no eligieron morir aquel día en San Sebastián. Simplemente pasaban por allí. Pero me fue imposible planear ese momento, no olviden que no dejo de ser un novato en esto de matar.
Matar es fácil. Es peor morir. Lógico. Quien muere ya no podrá matar, aunque el que mata siempre muere un poco. Sí, es peor morir. Uno no decide casi nunca cuándo y cómo morir. Matar es diferente..., matar es fácil. Sólo depende de uno o de unos pocos a lo sumo. Yo he matado. ¡Joder, no me arrepiento!, incluso me fastidia arrepentirme a veces un poco. ¿Que si se lo merecían? Pues claro que se lo merecían y yo me tomé la libertad de ser juez y verdugo de ese merecimiento. Me hubiera gustado explicarles mis motivos un minuto antes de quitarles la vida, pero me fue imposible planear con tanto detalle ese momento, no olviden que no dejo de ser un novato en esto de matar.
Todo empezó en Vitoria, mientras cursaba los estudios de Derecho. Yo soy de Lazkao desde siempre. Quiero decir que nací allí y me siento tan vasco como el que más y, que duda cabe, estoy orgulloso de serlo. Todo sucedió, como digo, en Vitoria. La idea me rondaba por la cabeza desde hace mucho tiempo, de otro modo jamás podría haber aprovechado aquel golpe de suerte. Como cualquier otro viernes noche, tomaba unas copas con mis amigos en la zona de marcha, la Cuchillería (siempre he pensado que éste era un nombre, cuando menos, curioso). El martes de esa semana, la guardia civil había cogido a dos etarras en un pueblo cercano a Grenoble. Cualquier vasco sabe que esto suponía que en ese fin de semana los jóvenes abertzales la montarían en la mayoría de las ciudades del País Vasco. No me pregunten por qué, pero el caso es que todos los disturbios se dejan siempre para el fin de semana. Nunca se protesta, por ejemplo, un lunes. Hay que tener tiempo libre para protestar.
Esa noche, en uno de los cambios de bar, nos encontramos con el tomate, que, en Vitoria, siempre se monta en esta zona. Había nacionales y beltxas por todos lados. Es fácil para ellos cerrar las siete salidas y aislar completamente la Cuchi del resto de la ciudad. Es como el juego del gato y el ratón pactado previamente: los unos saben que van a ser acorralados y aún así se dejan rodear; los otros saben que les están esperando y que la lucha será dura, pero tampoco pueden faltar a la cita.
En esta ocasión todo había empezado, para variar, con la quema de dos cajeros y algunos contenedores. Nosotros, como otras muchas veces, nos encontramos en medio de todo sin comerlo ni beberlo. De repente, en una calle cualquiera, aparecieron un grupo de jóvenes que escapaban de los belchas. Cuando esto sucede, no es buena opción intentar pasar desapercibido, ni poner cara de “yo pasaba por aquí”. Los polis no preguntan si vas o vienes; para ellos todos estamos escapando de algo. Otra vez nos tocó correr. En medio de la confusión perdí a mis amigos. Como en el peor de mis sueños, entre un montón de gente, parecía que los maderos sólo me veían a mí. Desfallecido, entré corriendo en un bar. Justo detrás de mí, entraron dos chicos. Dos segundos después, estábamos los tres en el servicio de caballeros. Menudo refugio –pensé–, es peor que esconderte del coco debajo de las sábanas cuando eres niño. Y, como era previsible, el coco llamó a la puerta. Los de dentro nos miramos con cara de tontos. No me había dado tiempo a preguntarles a aquellos dos si abríamos, cuando la puerta cedió y, sin mediar palabra, nos llovió la ensalada de palos del siglo. Joder, en un puto wáter, me están moliendo a leches en un puto váter –pensaba mientras me atizaban la penúltima. Después nos pusieron contra la barra, nos pidieron los carnés, los comprobaron y adiós muy buenas. Me acababan de romper la boca y lo único que me molestaba es que no me hubieran pedido antes el carné. A juzgar por sus miradas, para los clientes de aquel bar, éramos culpables... ¿Culpables de qué? Daba igual. Culpables, al fin y al cabo.
Mi padre decía que compartir palos y sangre une mucho. Y alguien dijo también que lo que embellece al desierto es que esconde un pozo en cualquier parte. En efecto, aquella tarde aciaga, albergaba el comienzo de mi sueño. Kai y Aitor, los dos del váter, se convirtieron desde entonces en compañeros inseparables. Aquella misma noche, mientras tomábamos unas cervezas, echaban veneno por la boca: que si la hertzaina, que si los belchas, que si los maderos, que si la libertad del pueblo vasco... Yo me esforcé para estar a la altura e incluso escupí dos o tres insultos de mi propia cosecha, que ni siquiera yo hubiera podido imaginar. Con dos copas y algún que otro moretón de más, hablamos de ideas revolucionarias, de reventar el sistema, de los hijoputas de Madrid, de las consignas independentistas... Ellos estaban encantados de haberme conocido, pese a las circunstancias. Uno más para la causa. Yo tenía la sensación, como así era, de estar dando el paso más importantes de mi vida.
Tan sólo cuatro meses después, ya conocía a toda la flor y nata de los jóvenes de HB de Vitoria. Activistas callejeros, militantes de pro, revolucionarios, columnistas por la independencia, grupos de acción organizada... La infraestructura y la logística eran increíbles, y los simpatizantes crecían por momentos. Kai y Aitor fueron mi salvoconducto y mis mentores. Encabezamos manifestaciones, escribímos artículos, quemábamos cajeros. Dedicábamos tanto tiempo a la lucha, que pronto dejé de ir a las clases de la facultad. Por entrega a la causa radikal, Kai y yo nos convertimos en la cabeza visible de todas las acciones juveniles. Pero yo no quería quedarme ahí. Quería evolucionar, salirme de la lucha de base y dedicarme a tareas de impacto más directo. Quería ascender en el escalafón, darlo todo por el País Vasco. Todo lo que hiciera falta, todo lo que fuera necesario. Me ofrecí a cuantos tenían peso específico dentro de la organización, pero no daba resultado. Kai y Aitor trataban de quitarme la idea de la cabeza. Ellos mismos no estarían dispuestos a dar ese paso llegado el momento. Ni siquiera conocían a nadie remotamente relacionado con los miembros de EtA. Eran las sombras y los mártires de la causa. Eran la mano invisible y la cabeza pensante. Pero mi sueño estaba en marcha y sólo era cuestión de tiempo.
Tras dos años y medio de trabajo en Vitoria, por fin llegó mi oportunidad. Una tarde, mientras leía el periódico en casa, un mensajero trajo una carta. Al abrirla lo primero que vi fue el anagrama de ETA, lo que me produjo una extraña satisfacción. La carta, escueta, rezaba así: “Día 27. Estación de Burdeos. Tren de las 7:30. Kai y tú. Quema la carta”. En el sobre, dos billetes de tren.
Kai temblaba de camino a Burdeos. No entendía por qué nos llamaban a nosotros y no quería entender para qué. Yo estaba feliz, pero acojonado. Nos apeamos en la estación de Burdeos, pero nadie nos esperaba. Kai estaba nervioso, muy nervioso. ¿Qué esperabas? –le dije–, ¿Banderitas y pancartas? Pasaron dos horas. Tomábamos un café en el bar de la estación, cuando alguien se acercó y nos dijo algo en francés. Vete a la mierda, subnormal –le espetó Kai. Buen carácter, me gusta. Te hará falta –dijo aquel tipo. No teníamos ni puñetera idea de quién era, pero nos fuimos con él.
Nos recibieron en un piso de la calle Paul Valéry, en un barrio residencial de la periferia. En el interior nos esperaban tres personas. Iker nos presentó: Leire, Javi y Txema. El corazón me saltaba dentro del pecho. A Leire y a Javi no los conocía, pero a Txema... Era uno de los grandes, un líder en toda regla. ¡Joder, y lo tenía justo enfrente! La verdad es que se parecía muy poco a la imagen que de él publicaba la policía española.
Tras las presentaciones, comenzó lo que podríamos calificar como una reunión informal. Todo muy rápido, muy fácil. Nos hablaron de comandos, operativos, informaciones, de la lucha. Yo no lo podía creer. Todo era demasiado sencillo. En tan sólo un día, había pasado de jugar a la guerra en Vitoria, a ser una de las piezas clave de la guerra, en mayúsculas. Un escalofrío recorrió mi cuerpo al pensar en que por el mero hecho de estar allí, me podían caer unos cuantos años de cárcel. Pero había sido precavido. Estaba limpio. De momento.
La pregunta final era sencilla. Se trataba de saber hasta dónde estábamos dispuestos a llegar y a qué estábamos dispuestos a renunciar. Mi determinación les asombró. Les hablé de mi motivación, de mi postura frente a los problemas del País Vasco, de mi sueño, de hacer algo grande. Les juré que no quería perder por nada del mundo aquella oportunidad.
Los días transcurrían bajo una especie de tensión tranquila. Todo era más lento de lo que había imaginado. Las acciones no son arrebatos del corazón, me explicó Txema, el método, la preparación, son fundamentales. Iker era una especie de enlace dentro de la organización, un viajero nato. Javi y Leire se habían especializado en acciones de seguimiento de objetivos, equipo del que entré a formar parte. Les sorprendería lo que podían llegar a saber de una persona en sólo dos semanas. En una de las tediosas noches de vigilancia, me declaré a Leire. Ella no se sorprendió demasiado. Creo que cuando el círculo de personas con las que te mueves es tan reducido y aséptico, es fácil saber quién puede llegar a ser tu pareja; no hay muchas más opciones.
Mi relación con Leire me ayudó a consolidarme dentro del equipo y a realizar paulatinamente tareas y misiones de mayor responsabilidad. No era habitual incluir nuevos miembros en los operativos, sin que al menos alguien te avalara. Leire contribuyó a rebajar la desconfianza inicial del grupo. Javi, por ejemplo, se había metido en la causa siguiendo a su hermano Txema, por el que sentía una profunda admiración. Iker y Leire eran primos y amigos de la infacia de Javi. Txema era el eslabón final de todas las operaciones, una especie de ejecutor. Era el único fichado por la policía. Se le atribuían más de cinco atentados, de los que se jactaba abiertamente: tiro en la nuca a dos concejales en Madrid y Barcelona, coche bomba contra el alcalde de San Sebastián, del que éste salió ileso (tres muertos: un matrimonio y su hijo de once años), asalto con granadas al cuartel de la Guardia Civil de Ernani... Yo le mostraba mi admiración abiertamente y le instaba para que me dejase participar en todas las fases de la siguiente acción. Era grande, mi sueño, mi objetivo...
Se acercaba el gran día. Leire, Javi y yo pasamos dos meses en Bilbao. Nuestro objetivo era un concejal. Conseguimos datos, fechas, lugares, recorridos. Era increible, lo estaba haciendo, estaba llegando al final. Sólo era cuestión de que Txema me dejara apretar el botón. Con la impagable ayuda de Leire, lo conseguí...
A las siete de la mañana del 16 de abril de 1991, salimos con el coche Txema, su hermano, Leire y yo. Para no levantar sospechas yo me bajaría en el Parque san Lázaro con el mando a distancia. Leire se encargaría de retirar un segundo coche que guardaba la plaza donde colocaríamos éste con los explosivos. Txema y Javi aparcarían y subirían en un tercer coche conducido por Kai. Para cuando empezaran a organizar los dispositivos policiales, ya habrían cruzado la frontera. Yo sólo tenía que caminar unas cuantas manzanas y esperar en un lugar seguro a que llegase el objetivo.
Llegamos a San Lázaro. Bajé del coché. Suerte –dijo Txema. El parque a esas horas estaba vació. Todo está pensado. El coche se marchó lentamente... Cuando llegó a la rotonda del parque, apreté el botón...
“Explosión de coche bomba en Bilbao. Tres etarras muertos. Un posible fallo en el detonador ha hecho explotar el coche en el que viajaban tres etarras ...”
... me hubiera gustado explicarles mis motivos un minuto antes de quitarles la vida. Contarles que mis padres y mi hermano no eligieron morir aquel día en San Sebastián. Simplemente pasaban por allí. Pero me fue imposible planear ese momento, no olviden que no dejo de ser un novato en esto de matar.
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