domingo, 9 de mayo de 2010

Lluvia

Las horas se consumen lentamente, pintando cada segundo con el amarillento color de los recuerdos. La tarde es perfecta para escribir y, sin embargo, no encuentro con qué destrozar el folio en blanco. Afuera está lloviendo, tanto que se diría que ésta será la última vez que el cielo se abra para nosotros. Mis ojos se pierden tras el tupido pelaje de la lluvia, buscando entre los charcos la primera palabra que ha de escupir mi despostillada pluma. Millones de gotas golpean sordamente el cristal dibujando húmedas figuras cristalinas, como invitándome a dejarlas entrar. Reprimo el primer impulso de abrir la ventana, aunque, por un segundo, tuve la extraña necesidad de sentir la lluvia en mi vieja cara. Pero, a cierta edad, uno no puede permitirse ni siquiera que la lluvia invernal le empape un poco el alma. No me duelen los años por muchos, sino por ladrones; y es que cuando uno empieza a saber vivir, el tiempo te quita todo aquello que te presta la vida.

Por un momento, aparto los ojos de la ventana y me pongo a escudriñar nerviosamente el interior de mi escritorio, como si la sequía de ideas escondiera la solución allí dentro. Me doy cuenta de que nunca hasta entonces había reparado en los pequeños pedazos de historia que guardo en este viejo mueble. La vieja carpeta de las fotos, que siempre estuvo ahí, con el pasado congelado en pedazos de papel, como un testimonio de que el tiempo ha pasado implacablemente. No sé cuántos paquetes de tabaco vacíos habrá; alcanzo a ver algunos, pero no los cuento. Me gusta pensar que fumo poco y huyo de cada evidencia que me demuestra lo contrario. Encuentro también aquellas pequeñas láminas de pintores famosos que un periódico regalaba con la compra del dominical hace muchos años. Tienen un gran valor, porque el dinero que me gasté en ellas, no me sobraba precisamente y pude haberlo aprovechado para alguna otra cosa de regocijo más inmediato. Bajo las láminas, montones de papel viejo, con viejas palabras: aquellos primeros pasos en el pasatiempo traicionero de la escritura: composiciones breves, de corte cursi y zalamero, que nunca fui capaz de tirar, a pesar de que, como alguien dijera, el mejor mueble de escritor es la papelera. Bolígrafos, lápices, un par de cintas de casette sin título ni referencia; servilletas de papel raído con frasecitas que mis amigos apuntaban en la época del litro de vino y las divagaciones filosóficas en la barra del bar. Yo siempre me quedé con ellas para analizarlas con más lucidez, por ver si en esos trozos de papel alguien se dejaba algo más que un pensamiento bañado en alcohol. En una esquina, viejas postales de mi buen amigo José, que se perdió un año de su vida en Londres, haciendo del exilio un arte de supervivencia. Lazos rojos, verdes, azules..., con los que te apuñalan por la espalda en las plazas de cualquier ciudad, a cambio de una firma y los correspondientes veinte duros para la causa. Recortes de prensa, mecheros usados, un par de bolas chinas, números atrasados del año de la pera de la revista de mi facultad. Libros, un pequeño ajedrez magnético, un búho de madera... Miles de cosas y de historias y, entre todas ellas, sólo ésta última me hace rebuscar en el pasado: un pequeño búho de la suerte, de esos pintados a mano, que ni parecen búhos ni nada. Hago memoria y sólo entonces, empiezo a escribir. Dice así:

1953. Salamanca, con su Octubre de juguete, abre las puertas a sus recurrentes alumnos. Llevo aquí dos semanas, estudiando como un loco las cuatro tonterías que te dan en la facultad los primeros días. Pero el miedo es mucho, porque en el bachiller te acongojan con la universidad (incluso sería más apropiado el verbo "acojonar"; elegirán conforme gusten). Acabo de comer una ración de una sopa pelada y dos torreznos. Me dispongo a pegarme otro chapuzón entre los libros, cuando llaman a la puerta. Antes de abrir le echo un ojo a la mirilla, porque nunca se sabe. Al otro lado hay una mujer de unos veinticinco años, no muy bien vestida. Está de perfil, con la mirada fija en el suelo como escuchando atentamente. De alguna forma, sabe que la estoy mirando. Su pelo negro cae tímidamente sobre la mejilla, cubierto en parte por un gorro de lana de colores. No puedo verla por completo, pero la adivino bella; no sólo físicamente, entiéndanme, hay algo más. Abro la puerta. Entonces alza la vista y me mira un segundo. Hermosos ojos —pienso—. Me dedica una amplia sonrisa y saluda:

— ¡Buenas! Me preguntaba si usted podría dar a esta pobre mujer que no tiene qué llevarse a la boca, veinte mil durillos para salir del paso.
— ¿Cómo? —pregunté, no sin asombro.
— Sí, ya sabe. Cien mil pesetas... —agregó como si fuera algo de lo más normal presentarse en una casa a pedir tal cantidad de dinero. Seguía manteniendo aquella sonrisa generosa, pero no parecía forzada, sino sincera. No me había equivocado, era bella. Debí permanecer unos segundos mirándola embelesado, porque me dio una palmada en la cara.
— ¡Despeje! —me increpó. —¿Está usted ahí?
— ¿Eh? ¡Perdón! A ver..., sí: el dinero. ¿No le parecen demasiado cien mil pesetas? Pregunta tonta, pensé.
— Bueno, me solucionarían el pan de varios meses.
— Ya pero a mí también.
— Sí, claro.
— Es que, bueno..., ¿cómo pide usted tanto dinero?
— Verá. Una se cansa de pedir siempre lo mínimo; y hoy no he sacado nada. Imagínese que usted tiene cien mil pesetas de sobra y vengo a pedir a su puerta unas míseras rubias. ¡Hay que probar suerte, hombre! —dijo alegremente.
— Ya, pero, éste no es el caso. Yo me voy a ver mal para llegar a fin de mes.
— ¿No estará insinuando que le deje dinero?
— ¿Eh? ¿Cómo dice?
— Era broma. ¡Como se ponía usted tan dramático...!
— No es drama, es realidad.
— Pues ya me quedaba yo un ratito en su realidad, como usted la llama.
— No entiendo.
— Sí, hombre, esa cruda realidad de tener que llegar a fin de mes. Yo no sé aún como llegar al final del día.
— No pretendía...
— No importa —y desplegó de nuevo su maravillosa sonrisa—. Cada uno mide el tiempo como quiere. Yo en días, usted en meses, otros en años... ¿Qué hay de los veinte mil duros?
— Lo siento, me va a ser imposible.
— Ya veo, ¿y algo menos? ¿Qué le parecen dos duritos?
— Tres llevo en la cartera para toda la semana y...
— ¿Lo ve? —me interrumpió—, siga así y acabará midiendo el tiempo en días, ¿Seguro que no quiere que le deje algo?
— No, es cierto. Ya me gustaría a mí darle los tres duros,
— Pues démelos, si tanto le gustaría hacerlo. No voy ir yo en contra de sus deseos.
— No, no era eso. Entiéndame... —contesté azorado.
— Está bien, está bien... ¿Qué hacía?
— ¿Perdón?
— Que qué hacía antes de que yo apareciera.
— Iba a estudiar.
— ¿A primeros de Octubre? Queda mucho para los exámenes, ¿no le parece?
— Sí, bueno..., pero hay cosas que hay que llevarlas día a día...
— La comida, por ejemplo —volvió a interrumpir—, esa sí que hay que llevarla al día. ¿Lo ve? Ya medimos el tiempo igual.
— Supongo que sí. Esto..., bueno..., ¿quiere usted pasar y tomar un café caliente? —pregunté bastante nervioso—. ¿Quiere comer algo...?
— Se lo agradezco, pero no suelo entrar en casa de nadie. No se ofenda, pero me da miedo acostumbrarme a tener un techo, aunque sea un rato.
— Si quiere —titubeé— lo podemos tomar en una cafetería.
— ¿Está seguro? ¿No sería demasiado explotar su economía semanal?
— Deje eso ya, por favor.
— Está bien. Le cambio una taza de café, por una tarde de lluvia.
— ¡Pero si no llueve!
— Pero lloverá. Las nubes lo decían esta mañana.

Cogí el abrigo y nos lanzamos calle abajo en busca de una cafetería. La tarde tenía un color gris arrogante, pero no amenazaba con llover. María, que así se llamaba la joven que me arrancó de la mesa de estudio, me comentó algunas de las vicisitudes de su vida diaria por el camino. Entramos en un bar de la avenida de Italia y nos sentamos en una mesa junto a la ventana. En la calle, la gente pasaba como una exhalación. En el bar no había más que unos abuelos jugando al tute. Maria arrancó con su historia, que era como la de muchos otros. Había venido a Salamanca con diecisiete años y, tras perder varios empleos, acabó pidiendo en la calle. Dormía cada noche en el centro de acogida de María Auxiliadora. Nunca quiso volver, porque, según ella misma dijo, prefería la incertidumbre del día a día, a la certeza de tener que aguantar a su padre. No hice preguntas.

La primera gota golpeó el cristal, junto encima de María, que rió entusiasmada. Pronto la calle empezó a llenarse de paraguas y gente que corría apresurada.
— ¡Vamos! —me dijo agarrándome del brazo. ¡Vamos a mojarnos!

Sin pensarlo siquiera, salí tras ella. Llovía intensamente y pronto estuvimos empapados. A los cinco minutos ya no buscábamos el refugio de los balcones. María tiraba de mí.
— ¡Venga, hombre! ¿No te gusta? No hay nada mejor que un poco de lluvia para empapar el alma de buenos deseos. —Dime, ¿qué sientes?
— No sé —contesté—. Tengo frío.
— Es la primera impresión. Luego pasará.
— ¿Adónde vamos?
— Da igual. Sólo caminaremos hasta que deje de llover. La lluvia es buena, ¿sabes?
— Bueno, no sé —balbuceé.
— Sí, amigo. La lluvia cae y no mira dónde lo hace. Te moja a ti, con tus tres duros en el bolsillo, a mí, a esa señora con pinta de tener mucha prisa..., a todos. Sí, hombre, llueve para todos. A los que viven como yo, no les suele gustar. Cuando llueve, no tienen dónde ir y se sienten muy desdichados. Pero a mí no me importa. Yo elegí vivir así y disfruto de cada rayo de sol, de cada claro de luna... Pero la lluvia me gusta más que nada en este mundo. ¿Sabes? Nadie puede ir a una tienda y comprarse un poco de lluvia; eso demuestra que el dinero no lo es todo. Es un regalo que no sirve para nada. Sólo un poco de agua que viene del cielo, amigo; eso es todo. Disfruta de este momento, porque pronto la lluvia no será para ti más que algo muy molesto en las tardes otoñales. Mira al cielo. Que tu cara sienta cada gota. Siéntete pequeño, rico, pobre, feliz de serlo en este mar de gotas de lluvia. Y cuando mañana amanezca, añorarás la tarde anterior y no desearás otra cosa en el mundo más que vuelva a llover; no mañana, ni dentro de una semana, ni de un mes..., la lluvia no avisa y tendrás que estar preparado, si no quieres perderte esta sensación de libertad.

La lluvia es como la vida, amigo. Llega sin anunciarse, la ves tras el cristal. Luego quieres descubrirla, tocarla, empaparte, hacerle preguntas... Y un buen día descubres que ya no te atreves a permanecer un segundo bajo ella; ni siquiera permites que una sola gota llegue a rozar tu abrigo nuevo. Y al final, terminas por consolarte recordando su tacto, al abrigo del calor de tu casa. Fuera, cada gota te busca golpeando dulcemente tu ventana con una melodiosa armonía, invitándote a salir... Pero ya es tarde. Jamás nadie abre sus ventanas a la lluvia y, sin embargo, la lluvia no se cansa. Yo, amigo mío, la perseguiré allá dónde vaya, porque es mi único tesoro...

No pude decir nada. La lluvia cesó lentamente. La noche cayó ahogando un grito en el horizonte. María guardó silencio hasta la puerta de mi casa.
— Toma —me dijo al fin, alargando su mano—. Es un búho de madera. Es muy feo, pero no tengo otra cosa que ofrecerte. Lo encontré hace dos semanas, en una tarde de lluvia como ésta.
— Gracias —y metí la mano en el bolsillo—. Quiero darte dos duros para..
— Gracias —me cortó—, pero no podría. Es mejor que no lo estropees. La lluvia, como digo, no tiene precio; podrías haber salido sólo a la calle. Déjalo. Ya nos veremos. ¿Me buscarás alguna tarde en el centro de acogida?
— Lo prometo —dije solemnemente.
— Bien, pues nada. Adiós.

Me besó en la mejilla y se fue.

La busqué varias veces en el centro, pero nunca di con ella. El tiempo pasó, la lluvia siguió cayendo y no volví a verla. Seguramente la olvidé.


Ahora estoy viejo. Llevo mucho tiempo con el pequeño búho entre mis manos. Afuera la lluvia sigue cayendo pesadamente. Alguien cruza la calle. Se para y, lentamente, levanta su rostro al cielo. Luego se aleja calle arriba hasta que sólo consigo distinguir, a lo lejos, los vistosos colores de un viejo gorro de lana. Abro la ventana para llamarla. Las gotas golpean furiosas mi vieja cara... Es demasiado tarde. Siempre es demasiado tarde. Cae la tarde y yo sigo en la ventana abierta. La lluvia pinta lágrimas en mi rostro que se confunden con las mías.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Increible.......

Anónimo dijo...

Acojonante, realmente precioso.......