“… atentado contra el alcalde de San Sebastián. El alcalde resultó herido leve… fallece un matrimonio y su hijo pequeño al explosionar esta mañana un coche bomba en San Sebastián. La policía…”
Matar es fácil. Es peor morir. Lógico. Quien muere ya no podrá matar, aunque el que mata siempre muere un poco. Sí, es peor morir. Uno no decide casi nunca cuándo y cómo morir. Matar es diferente..., matar es fácil. Sólo depende de uno o de unos pocos a lo sumo. Yo he matado. ¡Joder, no me arrepiento!, incluso me fastidia arrepentirme a veces un poco. ¿Que si se lo merecían? Pues claro que se lo merecían y yo me tomé la libertad de ser juez y verdugo de ese merecimiento. Me hubiera gustado explicarles mis motivos un minuto antes de quitarles la vida, pero me fue imposible planear con tanto detalle ese momento, no olviden que no dejo de ser un novato en esto de matar.
Todo empezó en Vitoria, mientras cursaba los estudios de Derecho. Yo soy de Lazkao desde siempre. Quiero decir que nací allí y me siento tan vasco como el que más y, que duda cabe, estoy orgulloso de serlo. Todo sucedió, como digo, en Vitoria. La idea me rondaba por la cabeza desde hace mucho tiempo, de otro modo jamás podría haber aprovechado aquel golpe de suerte. Como cualquier otro viernes noche, tomaba unas copas con mis amigos en la zona de marcha, la Cuchillería (siempre he pensado que éste era un nombre, cuando menos, curioso). El martes de esa semana, la guardia civil había cogido a dos etarras en un pueblo cercano a Grenoble. Cualquier vasco sabe que esto suponía que en ese fin de semana los jóvenes abertzales la montarían en la mayoría de las ciudades del País Vasco. No me pregunten por qué, pero el caso es que todos los disturbios se dejan siempre para el fin de semana. Nunca se protesta, por ejemplo, un lunes. Hay que tener tiempo libre para protestar.
Esa noche, en uno de los cambios de bar, nos encontramos con el tomate, que, en Vitoria, siempre se monta en esta zona. Había nacionales y beltxas por todos lados. Es fácil para ellos cerrar las siete salidas y aislar completamente la Cuchi del resto de la ciudad. Es como el juego del gato y el ratón pactado previamente: los unos saben que van a ser acorralados y aún así se dejan rodear; los otros saben que les están esperando y que la lucha será dura, pero tampoco pueden faltar a la cita.
En esta ocasión todo había empezado, para variar, con la quema de dos cajeros y algunos contenedores. Nosotros, como otras muchas veces, nos encontramos en medio de todo sin comerlo ni beberlo. De repente, en una calle cualquiera, aparecieron un grupo de jóvenes que escapaban de los belchas. Cuando esto sucede, no es buena opción intentar pasar desapercibido, ni poner cara de “yo pasaba por aquí”. Los polis no preguntan si vas o vienes; para ellos todos estamos escapando de algo. Otra vez nos tocó correr. En medio de la confusión perdí a mis amigos. Como en el peor de mis sueños, entre un montón de gente, parecía que los maderos sólo me veían a mí. Desfallecido, entré corriendo en un bar. Justo detrás de mí, entraron dos chicos. Dos segundos después, estábamos los tres en el servicio de caballeros. Menudo refugio –pensé–, es peor que esconderte del coco debajo de las sábanas cuando eres niño. Y, como era previsible, el coco llamó a la puerta. Los de dentro nos miramos con cara de tontos. No me había dado tiempo a preguntarles a aquellos dos si abríamos, cuando la puerta cedió y, sin mediar palabra, nos llovió la ensalada de palos del siglo. Joder, en un puto wáter, me están moliendo a leches en un puto váter –pensaba mientras me atizaban la penúltima. Después nos pusieron contra la barra, nos pidieron los carnés, los comprobaron y adiós muy buenas. Me acababan de romper la boca y lo único que me molestaba es que no me hubieran pedido antes el carné. A juzgar por sus miradas, para los clientes de aquel bar, éramos culpables... ¿Culpables de qué? Daba igual. Culpables, al fin y al cabo.
Mi padre decía que compartir palos y sangre une mucho. Y alguien dijo también que lo que embellece al desierto es que esconde un pozo en cualquier parte. En efecto, aquella tarde aciaga, albergaba el comienzo de mi sueño. Kai y Aitor, los dos del váter, se convirtieron desde entonces en compañeros inseparables. Aquella misma noche, mientras tomábamos unas cervezas, echaban veneno por la boca: que si la hertzaina, que si los belchas, que si los maderos, que si la libertad del pueblo vasco... Yo me esforcé para estar a la altura e incluso escupí dos o tres insultos de mi propia cosecha, que ni siquiera yo hubiera podido imaginar. Con dos copas y algún que otro moretón de más, hablamos de ideas revolucionarias, de reventar el sistema, de los hijoputas de Madrid, de las consignas independentistas... Ellos estaban encantados de haberme conocido, pese a las circunstancias. Uno más para la causa. Yo tenía la sensación, como así era, de estar dando el paso más importantes de mi vida.
Tan sólo cuatro meses después, ya conocía a toda la flor y nata de los jóvenes de HB de Vitoria. Activistas callejeros, militantes de pro, revolucionarios, columnistas por la independencia, grupos de acción organizada... La infraestructura y la logística eran increíbles, y los simpatizantes crecían por momentos. Kai y Aitor fueron mi salvoconducto y mis mentores. Encabezamos manifestaciones, escribímos artículos, quemábamos cajeros. Dedicábamos tanto tiempo a la lucha, que pronto dejé de ir a las clases de la facultad. Por entrega a la causa radikal, Kai y yo nos convertimos en la cabeza visible de todas las acciones juveniles. Pero yo no quería quedarme ahí. Quería evolucionar, salirme de la lucha de base y dedicarme a tareas de impacto más directo. Quería ascender en el escalafón, darlo todo por el País Vasco. Todo lo que hiciera falta, todo lo que fuera necesario. Me ofrecí a cuantos tenían peso específico dentro de la organización, pero no daba resultado. Kai y Aitor trataban de quitarme la idea de la cabeza. Ellos mismos no estarían dispuestos a dar ese paso llegado el momento. Ni siquiera conocían a nadie remotamente relacionado con los miembros de EtA. Eran las sombras y los mártires de la causa. Eran la mano invisible y la cabeza pensante. Pero mi sueño estaba en marcha y sólo era cuestión de tiempo.
Tras dos años y medio de trabajo en Vitoria, por fin llegó mi oportunidad. Una tarde, mientras leía el periódico en casa, un mensajero trajo una carta. Al abrirla lo primero que vi fue el anagrama de ETA, lo que me produjo una extraña satisfacción. La carta, escueta, rezaba así: “Día 27. Estación de Burdeos. Tren de las 7:30. Kai y tú. Quema la carta”. En el sobre, dos billetes de tren.
Kai temblaba de camino a Burdeos. No entendía por qué nos llamaban a nosotros y no quería entender para qué. Yo estaba feliz, pero acojonado. Nos apeamos en la estación de Burdeos, pero nadie nos esperaba. Kai estaba nervioso, muy nervioso. ¿Qué esperabas? –le dije–, ¿Banderitas y pancartas? Pasaron dos horas. Tomábamos un café en el bar de la estación, cuando alguien se acercó y nos dijo algo en francés. Vete a la mierda, subnormal –le espetó Kai. Buen carácter, me gusta. Te hará falta –dijo aquel tipo. No teníamos ni puñetera idea de quién era, pero nos fuimos con él.
Nos recibieron en un piso de la calle Paul Valéry, en un barrio residencial de la periferia. En el interior nos esperaban tres personas. Iker nos presentó: Leire, Javi y Txema. El corazón me saltaba dentro del pecho. A Leire y a Javi no los conocía, pero a Txema... Era uno de los grandes, un líder en toda regla. ¡Joder, y lo tenía justo enfrente! La verdad es que se parecía muy poco a la imagen que de él publicaba la policía española.
Tras las presentaciones, comenzó lo que podríamos calificar como una reunión informal. Todo muy rápido, muy fácil. Nos hablaron de comandos, operativos, informaciones, de la lucha. Yo no lo podía creer. Todo era demasiado sencillo. En tan sólo un día, había pasado de jugar a la guerra en Vitoria, a ser una de las piezas clave de la guerra, en mayúsculas. Un escalofrío recorrió mi cuerpo al pensar en que por el mero hecho de estar allí, me podían caer unos cuantos años de cárcel. Pero había sido precavido. Estaba limpio. De momento.
La pregunta final era sencilla. Se trataba de saber hasta dónde estábamos dispuestos a llegar y a qué estábamos dispuestos a renunciar. Mi determinación les asombró. Les hablé de mi motivación, de mi postura frente a los problemas del País Vasco, de mi sueño, de hacer algo grande. Les juré que no quería perder por nada del mundo aquella oportunidad.
Los días transcurrían bajo una especie de tensión tranquila. Todo era más lento de lo que había imaginado. Las acciones no son arrebatos del corazón, me explicó Txema, el método, la preparación, son fundamentales. Iker era una especie de enlace dentro de la organización, un viajero nato. Javi y Leire se habían especializado en acciones de seguimiento de objetivos, equipo del que entré a formar parte. Les sorprendería lo que podían llegar a saber de una persona en sólo dos semanas. En una de las tediosas noches de vigilancia, me declaré a Leire. Ella no se sorprendió demasiado. Creo que cuando el círculo de personas con las que te mueves es tan reducido y aséptico, es fácil saber quién puede llegar a ser tu pareja; no hay muchas más opciones.
Mi relación con Leire me ayudó a consolidarme dentro del equipo y a realizar paulatinamente tareas y misiones de mayor responsabilidad. No era habitual incluir nuevos miembros en los operativos, sin que al menos alguien te avalara. Leire contribuyó a rebajar la desconfianza inicial del grupo. Javi, por ejemplo, se había metido en la causa siguiendo a su hermano Txema, por el que sentía una profunda admiración. Iker y Leire eran primos y amigos de la infacia de Javi. Txema era el eslabón final de todas las operaciones, una especie de ejecutor. Era el único fichado por la policía. Se le atribuían más de cinco atentados, de los que se jactaba abiertamente: tiro en la nuca a dos concejales en Madrid y Barcelona, coche bomba contra el alcalde de San Sebastián, del que éste salió ileso (tres muertos: un matrimonio y su hijo de once años), asalto con granadas al cuartel de la Guardia Civil de Ernani... Yo le mostraba mi admiración abiertamente y le instaba para que me dejase participar en todas las fases de la siguiente acción. Era grande, mi sueño, mi objetivo...
Se acercaba el gran día. Leire, Javi y yo pasamos dos meses en Bilbao. Nuestro objetivo era un concejal. Conseguimos datos, fechas, lugares, recorridos. Era increible, lo estaba haciendo, estaba llegando al final. Sólo era cuestión de que Txema me dejara apretar el botón. Con la impagable ayuda de Leire, lo conseguí...
A las siete de la mañana del 16 de abril de 1991, salimos con el coche Txema, su hermano, Leire y yo. Para no levantar sospechas yo me bajaría en el Parque san Lázaro con el mando a distancia. Leire se encargaría de retirar un segundo coche que guardaba la plaza donde colocaríamos éste con los explosivos. Txema y Javi aparcarían y subirían en un tercer coche conducido por Kai. Para cuando empezaran a organizar los dispositivos policiales, ya habrían cruzado la frontera. Yo sólo tenía que caminar unas cuantas manzanas y esperar en un lugar seguro a que llegase el objetivo.
Llegamos a San Lázaro. Bajé del coché. Suerte –dijo Txema. El parque a esas horas estaba vació. Todo está pensado. El coche se marchó lentamente... Cuando llegó a la rotonda del parque, apreté el botón...
“Explosión de coche bomba en Bilbao. Tres etarras muertos. Un posible fallo en el detonador ha hecho explotar el coche en el que viajaban tres etarras ...”
... me hubiera gustado explicarles mis motivos un minuto antes de quitarles la vida. Contarles que mis padres y mi hermano no eligieron morir aquel día en San Sebastián. Simplemente pasaban por allí. Pero me fue imposible planear ese momento, no olviden que no dejo de ser un novato en esto de matar.
Matar es fácil. Es peor morir. Lógico. Quien muere ya no podrá matar, aunque el que mata siempre muere un poco. Sí, es peor morir. Uno no decide casi nunca cuándo y cómo morir. Matar es diferente..., matar es fácil. Sólo depende de uno o de unos pocos a lo sumo. Yo he matado. ¡Joder, no me arrepiento!, incluso me fastidia arrepentirme a veces un poco. ¿Que si se lo merecían? Pues claro que se lo merecían y yo me tomé la libertad de ser juez y verdugo de ese merecimiento. Me hubiera gustado explicarles mis motivos un minuto antes de quitarles la vida, pero me fue imposible planear con tanto detalle ese momento, no olviden que no dejo de ser un novato en esto de matar.
Todo empezó en Vitoria, mientras cursaba los estudios de Derecho. Yo soy de Lazkao desde siempre. Quiero decir que nací allí y me siento tan vasco como el que más y, que duda cabe, estoy orgulloso de serlo. Todo sucedió, como digo, en Vitoria. La idea me rondaba por la cabeza desde hace mucho tiempo, de otro modo jamás podría haber aprovechado aquel golpe de suerte. Como cualquier otro viernes noche, tomaba unas copas con mis amigos en la zona de marcha, la Cuchillería (siempre he pensado que éste era un nombre, cuando menos, curioso). El martes de esa semana, la guardia civil había cogido a dos etarras en un pueblo cercano a Grenoble. Cualquier vasco sabe que esto suponía que en ese fin de semana los jóvenes abertzales la montarían en la mayoría de las ciudades del País Vasco. No me pregunten por qué, pero el caso es que todos los disturbios se dejan siempre para el fin de semana. Nunca se protesta, por ejemplo, un lunes. Hay que tener tiempo libre para protestar.
Esa noche, en uno de los cambios de bar, nos encontramos con el tomate, que, en Vitoria, siempre se monta en esta zona. Había nacionales y beltxas por todos lados. Es fácil para ellos cerrar las siete salidas y aislar completamente la Cuchi del resto de la ciudad. Es como el juego del gato y el ratón pactado previamente: los unos saben que van a ser acorralados y aún así se dejan rodear; los otros saben que les están esperando y que la lucha será dura, pero tampoco pueden faltar a la cita.
En esta ocasión todo había empezado, para variar, con la quema de dos cajeros y algunos contenedores. Nosotros, como otras muchas veces, nos encontramos en medio de todo sin comerlo ni beberlo. De repente, en una calle cualquiera, aparecieron un grupo de jóvenes que escapaban de los belchas. Cuando esto sucede, no es buena opción intentar pasar desapercibido, ni poner cara de “yo pasaba por aquí”. Los polis no preguntan si vas o vienes; para ellos todos estamos escapando de algo. Otra vez nos tocó correr. En medio de la confusión perdí a mis amigos. Como en el peor de mis sueños, entre un montón de gente, parecía que los maderos sólo me veían a mí. Desfallecido, entré corriendo en un bar. Justo detrás de mí, entraron dos chicos. Dos segundos después, estábamos los tres en el servicio de caballeros. Menudo refugio –pensé–, es peor que esconderte del coco debajo de las sábanas cuando eres niño. Y, como era previsible, el coco llamó a la puerta. Los de dentro nos miramos con cara de tontos. No me había dado tiempo a preguntarles a aquellos dos si abríamos, cuando la puerta cedió y, sin mediar palabra, nos llovió la ensalada de palos del siglo. Joder, en un puto wáter, me están moliendo a leches en un puto váter –pensaba mientras me atizaban la penúltima. Después nos pusieron contra la barra, nos pidieron los carnés, los comprobaron y adiós muy buenas. Me acababan de romper la boca y lo único que me molestaba es que no me hubieran pedido antes el carné. A juzgar por sus miradas, para los clientes de aquel bar, éramos culpables... ¿Culpables de qué? Daba igual. Culpables, al fin y al cabo.
Mi padre decía que compartir palos y sangre une mucho. Y alguien dijo también que lo que embellece al desierto es que esconde un pozo en cualquier parte. En efecto, aquella tarde aciaga, albergaba el comienzo de mi sueño. Kai y Aitor, los dos del váter, se convirtieron desde entonces en compañeros inseparables. Aquella misma noche, mientras tomábamos unas cervezas, echaban veneno por la boca: que si la hertzaina, que si los belchas, que si los maderos, que si la libertad del pueblo vasco... Yo me esforcé para estar a la altura e incluso escupí dos o tres insultos de mi propia cosecha, que ni siquiera yo hubiera podido imaginar. Con dos copas y algún que otro moretón de más, hablamos de ideas revolucionarias, de reventar el sistema, de los hijoputas de Madrid, de las consignas independentistas... Ellos estaban encantados de haberme conocido, pese a las circunstancias. Uno más para la causa. Yo tenía la sensación, como así era, de estar dando el paso más importantes de mi vida.
Tan sólo cuatro meses después, ya conocía a toda la flor y nata de los jóvenes de HB de Vitoria. Activistas callejeros, militantes de pro, revolucionarios, columnistas por la independencia, grupos de acción organizada... La infraestructura y la logística eran increíbles, y los simpatizantes crecían por momentos. Kai y Aitor fueron mi salvoconducto y mis mentores. Encabezamos manifestaciones, escribímos artículos, quemábamos cajeros. Dedicábamos tanto tiempo a la lucha, que pronto dejé de ir a las clases de la facultad. Por entrega a la causa radikal, Kai y yo nos convertimos en la cabeza visible de todas las acciones juveniles. Pero yo no quería quedarme ahí. Quería evolucionar, salirme de la lucha de base y dedicarme a tareas de impacto más directo. Quería ascender en el escalafón, darlo todo por el País Vasco. Todo lo que hiciera falta, todo lo que fuera necesario. Me ofrecí a cuantos tenían peso específico dentro de la organización, pero no daba resultado. Kai y Aitor trataban de quitarme la idea de la cabeza. Ellos mismos no estarían dispuestos a dar ese paso llegado el momento. Ni siquiera conocían a nadie remotamente relacionado con los miembros de EtA. Eran las sombras y los mártires de la causa. Eran la mano invisible y la cabeza pensante. Pero mi sueño estaba en marcha y sólo era cuestión de tiempo.
Tras dos años y medio de trabajo en Vitoria, por fin llegó mi oportunidad. Una tarde, mientras leía el periódico en casa, un mensajero trajo una carta. Al abrirla lo primero que vi fue el anagrama de ETA, lo que me produjo una extraña satisfacción. La carta, escueta, rezaba así: “Día 27. Estación de Burdeos. Tren de las 7:30. Kai y tú. Quema la carta”. En el sobre, dos billetes de tren.
Kai temblaba de camino a Burdeos. No entendía por qué nos llamaban a nosotros y no quería entender para qué. Yo estaba feliz, pero acojonado. Nos apeamos en la estación de Burdeos, pero nadie nos esperaba. Kai estaba nervioso, muy nervioso. ¿Qué esperabas? –le dije–, ¿Banderitas y pancartas? Pasaron dos horas. Tomábamos un café en el bar de la estación, cuando alguien se acercó y nos dijo algo en francés. Vete a la mierda, subnormal –le espetó Kai. Buen carácter, me gusta. Te hará falta –dijo aquel tipo. No teníamos ni puñetera idea de quién era, pero nos fuimos con él.
Nos recibieron en un piso de la calle Paul Valéry, en un barrio residencial de la periferia. En el interior nos esperaban tres personas. Iker nos presentó: Leire, Javi y Txema. El corazón me saltaba dentro del pecho. A Leire y a Javi no los conocía, pero a Txema... Era uno de los grandes, un líder en toda regla. ¡Joder, y lo tenía justo enfrente! La verdad es que se parecía muy poco a la imagen que de él publicaba la policía española.
Tras las presentaciones, comenzó lo que podríamos calificar como una reunión informal. Todo muy rápido, muy fácil. Nos hablaron de comandos, operativos, informaciones, de la lucha. Yo no lo podía creer. Todo era demasiado sencillo. En tan sólo un día, había pasado de jugar a la guerra en Vitoria, a ser una de las piezas clave de la guerra, en mayúsculas. Un escalofrío recorrió mi cuerpo al pensar en que por el mero hecho de estar allí, me podían caer unos cuantos años de cárcel. Pero había sido precavido. Estaba limpio. De momento.
La pregunta final era sencilla. Se trataba de saber hasta dónde estábamos dispuestos a llegar y a qué estábamos dispuestos a renunciar. Mi determinación les asombró. Les hablé de mi motivación, de mi postura frente a los problemas del País Vasco, de mi sueño, de hacer algo grande. Les juré que no quería perder por nada del mundo aquella oportunidad.
Los días transcurrían bajo una especie de tensión tranquila. Todo era más lento de lo que había imaginado. Las acciones no son arrebatos del corazón, me explicó Txema, el método, la preparación, son fundamentales. Iker era una especie de enlace dentro de la organización, un viajero nato. Javi y Leire se habían especializado en acciones de seguimiento de objetivos, equipo del que entré a formar parte. Les sorprendería lo que podían llegar a saber de una persona en sólo dos semanas. En una de las tediosas noches de vigilancia, me declaré a Leire. Ella no se sorprendió demasiado. Creo que cuando el círculo de personas con las que te mueves es tan reducido y aséptico, es fácil saber quién puede llegar a ser tu pareja; no hay muchas más opciones.
Mi relación con Leire me ayudó a consolidarme dentro del equipo y a realizar paulatinamente tareas y misiones de mayor responsabilidad. No era habitual incluir nuevos miembros en los operativos, sin que al menos alguien te avalara. Leire contribuyó a rebajar la desconfianza inicial del grupo. Javi, por ejemplo, se había metido en la causa siguiendo a su hermano Txema, por el que sentía una profunda admiración. Iker y Leire eran primos y amigos de la infacia de Javi. Txema era el eslabón final de todas las operaciones, una especie de ejecutor. Era el único fichado por la policía. Se le atribuían más de cinco atentados, de los que se jactaba abiertamente: tiro en la nuca a dos concejales en Madrid y Barcelona, coche bomba contra el alcalde de San Sebastián, del que éste salió ileso (tres muertos: un matrimonio y su hijo de once años), asalto con granadas al cuartel de la Guardia Civil de Ernani... Yo le mostraba mi admiración abiertamente y le instaba para que me dejase participar en todas las fases de la siguiente acción. Era grande, mi sueño, mi objetivo...
Se acercaba el gran día. Leire, Javi y yo pasamos dos meses en Bilbao. Nuestro objetivo era un concejal. Conseguimos datos, fechas, lugares, recorridos. Era increible, lo estaba haciendo, estaba llegando al final. Sólo era cuestión de que Txema me dejara apretar el botón. Con la impagable ayuda de Leire, lo conseguí...
A las siete de la mañana del 16 de abril de 1991, salimos con el coche Txema, su hermano, Leire y yo. Para no levantar sospechas yo me bajaría en el Parque san Lázaro con el mando a distancia. Leire se encargaría de retirar un segundo coche que guardaba la plaza donde colocaríamos éste con los explosivos. Txema y Javi aparcarían y subirían en un tercer coche conducido por Kai. Para cuando empezaran a organizar los dispositivos policiales, ya habrían cruzado la frontera. Yo sólo tenía que caminar unas cuantas manzanas y esperar en un lugar seguro a que llegase el objetivo.
Llegamos a San Lázaro. Bajé del coché. Suerte –dijo Txema. El parque a esas horas estaba vació. Todo está pensado. El coche se marchó lentamente... Cuando llegó a la rotonda del parque, apreté el botón...
“Explosión de coche bomba en Bilbao. Tres etarras muertos. Un posible fallo en el detonador ha hecho explotar el coche en el que viajaban tres etarras ...”
... me hubiera gustado explicarles mis motivos un minuto antes de quitarles la vida. Contarles que mis padres y mi hermano no eligieron morir aquel día en San Sebastián. Simplemente pasaban por allí. Pero me fue imposible planear ese momento, no olviden que no dejo de ser un novato en esto de matar.
2 comentarios:
Joder Gamero!!!!
Que fuerte, no?
oleeee... me ha gustado mucho, bravo!!!! voy seguir enredando por aquí.
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